martes, 6 de mayo de 2008

Películas en el tren

De un tiempo a esta parte viajo en tren más a menudo que antes.

Antes no viajaba en tren salvo en contadas excepciones, como aquella ocasión en que cruzamos Europa y descubrimos París, Brujas y Amsterdam.

Ahora, cada poco tiempo, recorro casi la mitad del país hacia el sur suroeste, y luego lo hago marcha atrás y vuelvo a Madrid. El tren avanza deprisa, deprisa, aunque casi siempre se te hace lento, lento. Estamos acostumbrados al avión, al coche para trayectos cortos, a tener todo en la mano, al adsl y a los grandes almacenes, no hay duda. Aunque sea un ave y vaya como una bala, da un poco de pereza, es inevitable.

En cuanto dejo atrás la estación y la ciudad que la contiene, sin embargo, siempre llega un momento en que me arrellano en el sillón, respiro hondo mirando por la ventana y disfruto conscientemente del viaje en el tren. Porque tiene una ventaja, y es que, si quieras, puedes ver cada metro de terreno que hay entre el origen y el destino. Realmente ves el viaje que haces. Puedes ver muchas de las casitas que separan Madrid de Sevilla. Los increíbles cielos de la Mancha al atardecer, la aparición y desaparición de pueblos en segundos, la transformación de hierba y árboles en asfalto y semáforos.

Además a veces, como yo ayer, vas de espaldas a la cabina y esto produce el curioso efecto de que no puedes prever lo que viene, va apareciendo por tu espalda como si se fuera creando a partir de la nada y surgiendo de tu sien en el momento. Pasan años en segundos, se construye una ciudad en minutos. El ventanal parece una pantalla enorme y el viaje, un documental de esos en que pasan imágenes a cámara rápida, y ves una flor crecer y abrirse en segundos, o una tormenta formarse, romper y desaparecer. Me encantan esas secuencias. Hay gente en cambio, que dice que se marea yendo hacia atrás. Para gustos los colores, oiga.

No sé porqué pero casi siempre, si vas concentrado en el paisaje, te da un poco de pena que la ciudad vaya comiéndose el campo y el cielo, hasta que sólo ves ciudad.

Ayer, además, me tocó viajar en un asiento agrupado con otros tres como para jugar al mus, con la compañía de una señora, que no se cómo se llamaba, y sus hijos Carlos y Rocío. Unos tres y seis años, muy dulces, muy simpáticos los tres. Comprobé aliviado que la influencia de los padres es total en el carácter de los hijos. De una madre que sonreía constantemente y se reía con sus hijos salen los dos niños más majos que he visto encerrados en un tren. Y encima guapos. Existe un futuro para la raza humana.

Carlos jugó durante todo el viaje con sus coches de juguete y perdió unas cuantas veces a Rayo McQueen por el pasillo. A Rocío le costó dos horas pero, casi al final, se sentó a mi lado y dejó de compartir asiento con su hermano. Para sellar nuestra amistad me ofreció un chicle y ella se comió ocho de una tacada, disparando nuestras carcajadas porque casi le salía espuma por la boca. Después de haber estado mirándome de reojo durante todo el trayecto me dijo adiós con la manita y sonrió cuando me bajé del tren. Tenía que haber hablado más con ella. Ojos inteligentes.

Menos mal que no me dormí. Me hubiera perdido la película que pusieron en el ave, la que me puso el mundo a través de la ventana, y la que yo mismo protagonicé con la familia sonriente.

Fin de vacaciones, vuelta a la vida habitual.